domingo, 11 de noviembre de 2007

Mi reloj por tus zapatillas.


Luego de sentir el violento despojo de mi reloj de pulsera, busqué en instantáneos 360 grados al culpable y ahora nuevo propietario del metálico compañero de mi muñeca izquierda. Entre las doce personas que se encontraban conmigo antes de cruzar la pista y luego de que el semáforo amarillo cambiara al verde, nadie acusó, siendo por supuesto, todos testigos de aquel atraco urbano. Poco a poco, y dando pasos rectos y ya no en círculos, recordé con cierta nostalgia y coraje a la vez, lo violenta que había resultado ser esta ciudad que esa mañana de verano había amanecido completamente gris.
Después de dejar la escena del crimen algo temeroso, recordé rápidamente cómo había obtenido aquella máquina que se encontraba en algún lugar de la manzana y ya no más pegada a mi brazo zurdo. Aquel recuerdo fue lo único que me acompañó las pocas cuadras que me quedaban para llegar al trabajo. Mi confianza me había abandonado o mejor dicho, huyó hacia rumbo desconocido.
Aquel simpático reloj fue un asombroso obsequio de un amigo que tenía una envidiable colección de relojes gracias al trabajo de conserje de su padre. Como responsable del mantenimiento general de uno de los colegios más ostentosos de la ciudad, aquel señor tenía acceso a los objetos perdidos que los opulentos alumnos dejaban olvidados en sitios tan sofisticados como el campo de tenis, de squash o de la piscina de 25 metros de largo y trampolín. Bueno, dos trampolines. Bueno y ya, un tobogán también. Mi amigo, sin descaro ni vergüenza, tomaba propiedad de las cosas que a él más le gustaban y claro, los relojes se encontraban en el top tres de sus truculentas prioridades. Artículos en oro y plata lideraban respectivamente el singular podio del hurto en primer grado.
Uno de aquellos artefactos ignorados por sus aristocráticos dueños resultó ser un reloj de pulsera metálico muy bonito pero a su vez muy llamativo.
Para ser sincero, nunca me gustó. A los pocos días de obtenerlo, mi buen amigo me lo regaló. Me dijo toma pero úsalo. Y lo usé durante un año y pocos días extras. Era muy grande, muy brillante, muy tosco tal vez. Algunas de sus funciones adicionales ya no trabajaban y tan solo daba la hora con lucidez y cierto encanto. Poco a poco le estaba tomando cariño. Fue gratis, nuevo fue muy caro y no era feo. Más no podía pedir. Ni a mi generoso amigo ni a mi usado pero cumplidor reloj.
El transcurso del día no fue tan malo. En el trabajo decidí no comentar el incidente porque no quería convertirme en el tema de conversación. Quería evitar el qué, cómo, cuándo, dónde, quién y el sin sentido por qué. “Porque la ciudad es así, maldita sea” me respondí a mi mismo.
Evitando sanamente aquel innecesario discurso, olvidé por completo la desagradable situación de la mañana.
De regreso a casa, y luego de un día lleno de problemas y rutinas, tomé la valiente decisión de regresar por aquella calle que había sido testigo del despojo de uno de mis accesorios favoritos y vitales. Saturada de gente y ahora con el suelo mojado luego de una incesante lluvia que cayó por la tarde en la ciudad, encontré a pocos pasos a un hombre de aproximadamente treinta años, de un metro sesenta de estatura y al cual superaba por media cabeza. No pesaba más de setenta kilos. Calzaba zapatillas muy blancas a pesar del barro que se había formado en el piso, y miraba con cierta desconfianza a todos los transeúntes con un par de ojos que se movían al ritmo de la gente. Un gorro despintado de un equipo de béisbol norteamericano que tapaba sus ojos le ofrecían aquel toque de misterio que podía compararlo con generosidad, a un personaje de letra urbana y ritmo salsero, a pesar de que los dientes no le brillaran. Sin embargo, a sus potenciales clientes -en su mayoría hombres- les ofrecía un bonito, metálico y muy mío reloj que lucía la pulsera rota y que evidenciaba la violencia de su obtención. El precio, una ganga por supuesto, y que variaba además de la facha del parroquiano. Cuando me di cuenta de su presencia, decidí acercarme no para exigirle que me devuelva el reloj ni mucho menos para hacerle un escándalo que lo coloque en el ojo público. Creí que no hubiera resultado porque, horas antes, esos mismos transeúntes me demostraron que en vez de la justicia, preferían la impunidad.
“Habla pata, cien lucas por el bobo”, mencionó desfachatado el sinvergüenza. Segundos después de terminar su persuasiva frase vendedora, reconoció mis cabellos despeinados, mi barba de tres días, mis jeans despintados, mi camisa azul de manga corta y a su vez, conoció mi rostro serio, mi mandíbula palpitante y mis ojos atiborrados de indignación a punto de la impotente lágrima.
El sujeto salió disparado rumbo a la avenida más cercana ni bien terminó de procesar en conjunto mi forma de vestir. Sin mirar atrás e intercalando la vista entre el tráfico peatonal y la seguridad de que sus brillantes zapatillas blancas continuaran vírgenes, corría tan rápido que mi físico de fumador obsceno no me hubiera permitido siquiera ubicarme a treinta metros detrás de su insuperable trote. A pesar de su velocidad, la resaca de la lluvia lo estaba preocupando más que su libertad condicional. Apenas a media cuadra de su destino y en medio de la mojada y resbalosa vereda, un gran charco lleno de agua empozada vengó mis intereses. Creo que antes de sentir la vergüenza de ver mis ojos coléricos , miró el estado de sus zapatillas ya no tan blancas envueltas sobre un cruel barniz marrón; una desalmada combinación de barro y suciedad se había estampado en su calzado Nike último modelo, posiblemente resuelto de la misma manera que mi reloj. Luego de humedecer sus medias, continuó corriendo ya no con la idea final de ser atrapado sino con la vergüenza de tener que lucir un calzado desastroso. No lo niego, me burlé de mi suerte con una intensa y profunda carcajada. En cambio él ese día, no se volvió a reír más.

Por El Robado.
Ilustrado por Liniers (al que prometo decirle que sale en este blog).

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